sábado, 11 de septiembre de 2010

Legalidad vs. Eficacia y Eficiencia

Legalidad vs. Eficacia y Eficiencia ¿Paradigmas inconciliables en la Administración del Siglo XXI?
Resumen

A fines de la década de los 80 se instaló de lleno en nuestro país una nueva concepción que propugnaba, entre otras cosas, la provisión de los servicios públicos por prestadores total o parcialmente privados y el achicamiento de las estructuras estatales, ideología que germinó y se hizo fuerte seguramente amparada en la ineficiencia de un Estado sobredimensionado.
Como consecuencia de ello, irrumpieron en la escena de la Administración pública nuevos paradigmas de gestión, dos de los cuales, los principios de eficacia y eficiencia, han hecho fuerte impacto en el pensamiento y acción de los administradores públicos, de manera tal que toda gestión de gobierno se orienta a una aplicación eficiente y eficaz de los mermados recursos del tesoro público.
Propósitos estos absolutamente válidos y necesarios, sino fuera porque con demasiada frecuencia, se los invoca para convalidar procedimientos realizados absolutamente al margen de la legalidad o en abierta y concreta violación a una normativa específica.
Para quienes nos desempeñamos en órganos de control cuya primordial función constituye en verificar de modo permanente la correspondencia del accionar estatal con el orden jurídico, la conciliación entre los principios de legalidad y eficiencia y eficacia constituye un desafío, y la defensa de la primacía del primero - cuando la armonización resulte imposible- constituye un dogma de fé.
Sobre estas cuestiones trata el presente trabajo.


FLAVIA MARÍA HUBEID


Legalidad vs. Eficacia y Eficiencia
¿Paradigmas inconciliables en la Administración del Siglo XXI?



I- Introducción.
La expresión “ Reforma del Estado” es una locución que tuvo amplia difusión y predicamento a fines de la década de los 80’ y gran parte de los 90´. Cambios sustanciales se han realizado al amparo de ella, pues tanto en la teoría como en la práctica política existía la percepción y la convicción generalizada sobre la necesidad de remodelar un diseño de Administración hasta entonces de gestión insatisfactoria.
¿ Cual era esa realidad a abordar ? Un Estado que, tras varias décadas de desarrollo inspirado en la concepción paternalista, pretendió ser la solución a cuanta necesidad, conflicto o requerimiento apareciera en la sociedad , y que al finalizar el Siglo XX, enfermo de hipertrofia, paquidérmico e ineficiente, devenido en incontrolable, se presentaba desavenido con los tiempos actuales.
Es entonces cuando irrumpe en los nuevos modelos de gestión pública y en el discurso de los administradores, la invocación a los principios de eficiencia y eficacia, como los grandes paradigmas a los que todo debe propender y bajo cuya influencia pretenden justificarse actos, conductas y procedimientos muchas veces reñidos con la legalidad.
Las estrategias para poner freno a los cada vez más frecuentes casos en los que se produce la confrontación entre los principios de legalidad y eficiencia y eficacia con sacrificio del primero, constituyen, a nuestro modo de ver, uno de los nuevos desafíos pergeñados por la Administración Pública del Siglo XXI, que deben enfrentar los Organismos de Control, especialmente aquellos que hacen del control de legalidad la columna vertebral de su accionar.
Uno de los postulados de este trabajo -, conviene adelantarlo desde ya -consiste en alertar acerca de las derivaciones de esta tendencia, que no por previsibles resultan menos graves.

II. El Principio de Legalidad desde su matriz histórica.

Creo que no es ocioso ni sobreabundante referirnos siquiera brevemente a los momentos en que este principio informador cobró la dimensión histórica con la que ha llegado hasta nuestros días. Analizado en sus orígenes podrá seguramente comprendérselo en su real valía .
Para ello es preciso remontarnos a aquella epopeya histórica que, desde el punto de vista jurídico y político, puede fácilmente identificársela como la gran bisagra en el proceso de reconocimiento de los derechos individuales: nos referimos a la Revolución Francesa. No nos interesa aquí historiar sobre las fuentes y antecedentes que dieron origen a tan vigorosa reacción contra el absolutismo, sí en cambio ahondar sobre uno de los pilares del trasfondo ideológico con el que la Revolución irrumpe: el principio de legalidad , que, en las palabras de García de Enterría, sería “ un instrumento directamente lanzado contra la estructura política del Estado absoluto: frente al poder personal y arbitrario, el ideal de gobierno por y en virtud de las leyes”(1).
Tanta trascendencia se reconoció a la Ley, - como producto de una voluntad general que de allí en más sería fuente de todo gobierno- que historiadores y filósofos se han ocupado largamente de describirla como la enorme salvaguarda contra todo poder arbitrario: una norma para gobernar a todos, incluido el propio Estado, despojada de individualismos y consideraciones particulares. Groethuysen. citado por García de Enterría dice: “ La Ley en su estabilidad se opone a lo que la voluntad particular tiene, en cambio, de aleatorio. De una parte lo arbitrario, lo caprichoso, los saltos de humos del despotismo; de otra la Ley estable y equitativa...El hombre libre no puede obedecer a otro hombre, no puede someterse más que a la Ley. Debe ser completamente independiente de todo poder, salvo del de la Ley...Un todo colectivo, unicamente regulado por la Ley, excluyendo todo arbitrio personal. Es así como se concibe al Estado... El Rey mismo debe estar sometido a la Ley y no reinar más que por ella.” (2)
La sujeción de los gobiernos a la Ley, - entendida esta como producto de la voluntad general, y las consecuencias que de tal sujeción se derivarían, esto es, la proscripción de los poderes arbitrarios, la primacía del interés general por sobre el particular, el reconocimiento de los derechos subjetivos y las garantías individuales,- dará cabida entonces a la formulación de la concepción jurídico-filosófico-política que hoy conocemos como Estado de Derecho.
Pero si bien es cierto que el principio de legalidad fue la espada ideológica que los pensadores de la Revolución blandieron contra el régimen despótico que agonizaba, su dinamismo histórico no terminó allí y pocos años más tarde volvió a renovar su protagonismo ante las dimensiones que cobraba la nueva Administración.
En efecto, contra la creencia generalizada de que el pensamiento liberal que sobrevino a la etapa revolucionaria dio lugar sólo a una Administración pública prescindente y de estructura elemental, la verdad histórica es otra. Alimentada por el recelo que los revolucionarios sintieron hacia el poder de los antiguos Parlamentos judiciales, que eran reductos cerrados donde se fortalecían los privilegios de la nobleza y el clero, se desarrolló una Administración fuerte y poderosa. Dice de ella Alexis de Tocqueville: “ es un poder inmenso y tutelar, que se encarga de asegurar el goce y vigilar la suerte de los individuos iguales. Es un poder absoluto, detallista, regular, previsor y dulce. Labora con gusto por la felicidad de los ciudadanos, pero pretende ser su único agente y su único árbitro; el provee a su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige sus industrias...es exactamente la Administración pública, providencial y creadora”(3).. . Lo confirma Baena de Alcázar en estos términos: “ El resultado es que en la práctica y contra el prejuicio común de la debilidad de la Administración liberal, en todos los países aumenta el volumen orgánico de los Ministerios y crece su número a lo largo del Siglo XIX...En consecuencia puede hablarse legítimamente de una Administración fuerte, que está presente en la sociedad, aunque actúa a partir de los parámetros ideológicos del Estado liberal.” (4)
Consecuencia de todo ello es que este nuevo Orden, tan o más fuerte que el que se quiso extinguir, reedita una vez más la irrenunciable propensión humana a la concentración del poder, esta vez en los órganos ejecutivos de la nueva Administración estatal, respecto de la cual es necesario tascar el freno con la ya conocida herramienta: los límites de la Ley.
Lo cierto es que, desde los albores del constitucionalismo y su hijo dilecto, el Estado de Derecho- que es el que nos cobija actualmente- el principio de legalidad ha sido y es el muro de contención contra todo poder que tienda a crecer desmesuradamente, quienquiera sea el que lo detente y cualquiera sea la bandera y el signo con el que se identifique.

III. Esencia y sustancia del principio de legalidad.

Habiendo analizado en los párrafos anteriores como cobró presencia histórica, es necesario precisar claramente de lo que se habla. “El Estado de derecho significó básicamente ... un régimen en el cual el Derecho preexiste a la actuación de la Administración y la actividad de ésta se subordina al ordenamiento jurídico...” (5). De ello podemos detraer un concepto que nos acerque a la verdadera entidad del principio: es la columna vertebral de la actuación administrativa, ya que toda actuación administrativa debe sustentarse en normas jurídicas, cualquiera sea su fuente. El principio de legalidad importa la predeterminación de la conducta administrativa, la que deberá proyectarse y ejecutarse con arreglo al orden jurídico que la instituye.
La actividad de la administración pública, a la luz de sus antecedentes históricos, políticos, filosóficos y sociales es una actividad sub-legal, es decir, de pleno y total sometimiento a la Ley, y como tal opera, irremisible e inexcusablemente, bajo el imperio del principio de legalidad.
Este principio, según lo explica García de Enterría, “ ... se expresa en un mecanismo técnico preciso: la legalidad atribuye potestades a la Administración. La legalidad otorga facultades de actuación, definiendo cuidadosamente sus límites, apodera, habilita a la Administración para su acción, confiriéndole al efecto poderes jurídicos. Toda acción administrativa se nos presenta así como el ejercicio de un poder atribuido previamente por la Ley y por ello delimitado y construido. Sin una atribución legal previa de potestades la Administración no puede actuar simplemente.”( 6)
La Corte Suprema de Justicia de la Nación lo recreó en muchísimos fallos diciendo que “ el sometimiento del Estado moderno al principio de legalidad, lo condiciona a actuar dentro del marco normativo previamente formulado por ese mismo poder público, que, de tal modo se autolimita . El ejercicio de tal poder, por ende, no puede desvincularse del orden jurídico en que el propio estado se encuentra inmerso, como lo ha señalado esta Corte ( entre otros: Consejo de Presidencia de la Delegación Bahía Blanca de la Asamblea permanente de los Derechos Humanos s/ Acción de Amparo” 23/06/92; González Vilar Carmen c/ Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires del 18/06/91” .( “ Naveiro de la Serna de López Helena María” , C:S:J:N: 1992/11/19; Fallos:315:2771)
El principio de legalidad, aplicado en su concepción más radicalizada, -quizá por el temor siempre presente a los abusos de poder de los que la Historia había sido reciente testigo - , dio pábulo a la doctrina de la permisión expresa que tuvo en su momento amplio predicamento y que se enunciaba más o menos del siguiente modo: la autoridad pública está facultada para hacer sólo lo que le está expresamente permitido, a diferencia de lo que ocurre con la capacidad del individuo que incluye todo lo no prohibido expresamente. Merkl lo definía en estos términos “ el hombre puede jurídicamente hacer todo lo que no le sea prohibido expresamente por el derecho; el órgano , en fin de cuentas, el Estado, puede hacer solamente aquello que el derecho le permite, esto es, lo que cae dentro de su competencia”. (7)
La doctrina de la permisión expresa, que en definitiva significaba reconocer competencia de actuación a un órgano sólo si una norma expresa así lo autorizaba, excluyendo toda posibilidad de actuación en caso contrario, fue prontamente descalificada por la pluma de los autores con el argumento que ponía a la Administración cotos de actuación incompatibles con los demás principios del quehacer administrativo, esto es la celeridad y oportunidad de las decisiones, la multiplicidad de objetivos, la satisfacción oportuna del interés público.
Esta doctrina fue luego reemplazada por un legítimo sucedáneo, del que nos ocuparemos en breve.

IV. Las válvulas de escape al principio de legalidad:

Pues bien, admitido por la doctrina y la jurisprudencia que el respeto irrestricto al dogma de la legalidad producía una suerte de parálisis o encorsetamiento de la actividad administrativa, el pensamiento jurídico inmediatamente se puso en marcha para idear los resortes que, sin eximir a la Administración de su sujeción al orden jurídico – principio intangible del Estado de Derecho- le permitiera asimismo mejorar su margen de operatividad y una mayor libertad de movimiento.
Refiriéndose a los efectos del principio de legalidad, enseñaba Giannini, el gran maestro del derecho administrativo italiano, que “ Se contraponía así, al actuar del particular, libre en su propia esfera de autonomía privada, el de la administración pública ligada a la ley en todos los momentos lógicos y temporales de su propia actividad: libertad de formas o de preceptos e irrelevancia de los motivos para el primero, sujeción nominal de los actos y relevancia de los motivos para la segunda. Esta concepción rígida del principio de legalidad correspondía a la concepción del poder administrativo como poder ejecutivo, y por tanto de la administración como ejecución. Como de esta forma las administraciones públicas no hubieran podido funcionar, se encontraron dos válvulas de escape, una en la discrecionalidad administrativa, y otra en determinados actos administrantivos que adoptaban sólo en circunstancias extraordinarias, eran las llamadas “ordenanzas de necesidad” ( 8) ( énfasis agregado).
Coincidimos con el maestro italiano en el sentido de que la sujeción de la Administración a parámetros de legalidad excesivamente rígidos habrían producido, sino la paralización del quehacer administrativo , por lo menos un condicionamiento de tal rigor en la toma de decisiones que probablemente las hubiera tornado inoportunas o inadecuadas. Era necesario entonces encontrar lo que el autor llama las “ válvulas de escape”, esto es, mecanismos a través de los cuales liberar la presión del dogma legal llevado hasta sus consecuencias más extremas; mecanismos, que debiendo ser tan eficaces como legítimos, en el ordenamiento jurídico de nuestro país aparecen representados en dos institutos: uno de ellos coincidente con el expuesto por Giannini, la discrecionalidad administrativa; el segundo, la doctrina que sucedió y reemplazó a la ya mencionada “permisión expresa” , a la que la jurisprudencia, siguiendo a Linares, receptó como “doctrina de los poderes razonablemente implícitos“ y en una versión posterior, “doctrina de la especialidad”.
La discrecionalidad administrativa fue descripta inicialmente como un espacio libre de vinculación a la ley y al control judicial ; o el ámbito donde el administrador actuaba libremente su buen parecer. Sin embargo este concepto primigenio no tardó mucho en ser puesto en sus justos márgenes por la doctrina y la jurisprudencia, despojándolo de todo viso que pudiere sugerir ejercicio arbitrario del poder. Así, la discrecionalidad administrativa culminó siendo una modalidad de actuación que, dentro de un marco normativo general, le acuerda a la Administración la facultad de decidir, según criterios propios de valoración, entre más de una solución posible. De este modo, el ejercicio de las facultades discrecionales no están exentas en modo alguno de juridicidad ni de control judicial.
Marienhoff lo dice claramente: “ ... en ejercicio de su actividad discrecional la Administración no es enteramente libre ya que trátase de una discrecionalidad infra legem , que obliga al órgano administrativo a respetar la finalidad de la ley ...” ( 9)
En la jurisprudencia de la CNCAF tambien se reiteran estos conceptos: “ “Discrecionalidad no es sinónimo de arbitrariedad porque es precisamente la razonabilidad con que se ejercen las atribuciones lo que otorga validez a actos estatales” ( conf. Sala III, in re “Hughes Tool Co”, 17/09/84.LL-1984.D-363). “ La discrecionalidad supone siempre una habilitación normativa que se encuentra configurada por una atribución de potestad, debiendo estar sujeta al marco jurídico que la contiene”( in re Loiácono Antonio y otro c/ Ente Nacional regulador del Gas”, 30/03/95).
La segunda válvula de escape – utilizando los términos empleados por Giannini- la constituye el criterio de interpretación de la competencia llamado “doctrina de los poderes razonablemente implícitos”, que sirve adecuadamente para explicar cómo, a partir de una norma de apoderamiento general o de otorgamiento de facultades y potestades en términos de mayor generalidad, puede inferirse que la Administración está habilitada para actuar y decidir, porque tales facultades decisorias se consideran razonablemente incuídas dentro de aquella. Sobre esta adecuada flexibilización al principio de legalidad expresa, nos dice Juan Francisco Linares: “advierten otros juristas que lo permitido al órgano no es unicamente lo expresamente permitido sino también lo tácito en esa permisión expresa. Con buen sentido se apartan estos autores de sostener la aplicación literal de la franquía legal que recibe la autoridad y admiten que hay permisiones implícitas, a las que se llega por interpretación en lo expreso ( 10)
De igual modo la podemos encontrar receptada en la jurisprudencia de los tribunales administrativos: “ La característica de la norma administrativa es que confiere poderes que habilitan a la Administración para un obrar determinado, y dichos poderes deben ser atribuidos de un modo positivo por el ordenamiento. Así surge, en contraposición a aquello que es propio en general de los sujetos privados, que la Administración no puede obrar sin que el ordenamiento lo autorice en forma expresa o razonablemente implícita ( C.S.J. Fallos 254:56;307:198) Frente al principio “debe entenderse permitido lo que no está prohibido” (postulado de la permisión que domina la vida civil) es propio del régimen administrativo la apotegma “debe entenderse prohibido lo no permitido” ( Tandecarz Juana y otros C/ Universidad Nacional de Buenos Aires”, Causa 25156/96.CNCAF, Sala V, 2/9/98).
Por último, el postulado de los poderes implícitos fue luego complementado con el denominado “criterio de la especialidad”, que puede explicarse más o menos del siguiente modo: el ámbito de actuación y decisión de un órgano está delimitado por el fin que emana de su norma de creación, es decir, una vez determinada la especialidad del órgano por una norma jurídica, dentro de esa especialidad la competencia es la regla ; fuera de ella, la competencia es la excepción. No obstante ello, como explica Cassagne, este principio de especialidad no mantiene su vigencia respecto de los actos de gravamen ni en materia sancionatoria, en los que sigue primando la exigencia de potestades expresas.
Como venimos expresando entonces, los mecanismos legales aludidos son remedios legítimos que atenúan la rigidez que un excesivo rigorismo legal podría imponer en el quehacer de la Administración. Sin embargo, la impronta de la legalidad es una figura omnipresente, ya que en ningún caso se prescinde de ella, toda vez que, como explicamos, discrecionalidad no es sinónimo de arbitrariedad, y competencias implícitas presuponen una norma matriz de apoderamiento general.

V. Los principios de eficiencia y eficacia.

Continuando con el íter propuesto en los párrafos iniciales, veamos cómo en un Estado moderno, pacíficamente desarrollado al amparo de la legalidad, irrumpen con gran estrépito dos nuevos paradigmas.
Es frecuente encontrar en la doctrina especializada, particularmente en los estudios de la última década sobre economía y finanzas del Estado, una recurrente mención a estos principios.
Así, eficiencia es la cualidad predicable de una gestión en la que la relación entre los bienes o servicios producidos o entregados y los recursos empleados para ese fin guardan adecuada proporción , de acuerdo a un standard previamente establecido. Eficiente significa poder hacer algo con mínimo costo, social y/o material. En virtud de este principio se trata de asignar los recursos de forma de alcanzar el máximo de productividad o satisfacción.
De este modo, la ciencias sociales en general y las económicas en particular, proporcionan numerosas herramientas de análisis que permiten determinar los criterios más apropiados para dar respuestas y soluciones a los problemas de asignación y aplicación de recursos - especialmente si son públicos - , de la mejor forma que fuere posible.
Por eficacia debemos entender el logro pleno de los objetivos propuestos, o el alcance de las metas establecidas, o el cumplimiento de los programas diseñados. Hermano del anterior, va unido a éste de una manera inescindible, de manera tal que no es posible prescindir de ninguno de los términos de la fórmula si se quiere calificar de exitosa a una determinada gestión. Eficiencia sin eficacia implica utilización adecuada de los recursos pero sin logro de los objetivos, eficacia sin eficiencia significa cumplimiento de las metas pero a un costo demasiado elevado. Como vemos, es una sinergia que genera una absoluta interdependencia entre ambos principios. Ahora bien, en materia de gestión pública,- cuyo control compete a nuestros organismos-¿ qué papel juega en esa dialéctica el principio de legalidad?
VI. La confrontación de los principios de Legalidad y Eficacia y Eficiencia:
Cada vez con mayor frecuencia es posible advertir la invocación de estos principios en ocasiones en que se imputa a los administradores públicos la abierta violación de normas legales. Por ejemplo, en aquellos ordenamientos en que la intervención preventiva del Tribunal de Cuentas se encuentra instituída como un elemento condicionante para la ejecución de los actos, su omisión ha prendido justificarse pues corrían riesgo la eficiencia y eficacia que se veían comprometidas en la coyuntura.
Hemos tenido ocasión de resolver pretensiones recursivas cuyos fundamentos,- aludiendo a la ejecución de los actos sin la toma de razón del Tribunal -, se basan principalmente en la necesidad de tomar medidas urgentes y rápidas, entre ellas la contratación de personal ; y que en razón de la eficacia y eficiencia con que se realizaron las gestiones a cargo del personal contratado, no ha existido perjuicio al erario público. Se sostuvo en la oportunidad que no existía causa suficiente que justifique la aplicación de la multa porque la conducta reprochada ( omisión en dar intervención preventiva al Tribunal de Cuentas) no revestía la importancia necesaria como para ser sancionada.
En otras múltiples ocasiones se ha debido resolver recursos por sanciones pecuniarias aplicadas ante la comprobación del pago de certificados de obra sin observancia de los requisitos legales de procedencia, igualmente fundados en pretendidas razones de diligencia y oportunidad.
Bajo iguales argumentos deberíamos convalidar la vulneración de los principios de orden público que regulan el trámite licitatorio, tal como la inobservancia a los plazos de publicidad o el trato desigualitario de los oferentes, siempre bajo el remanido argumento de que la licitación fue resuelta a favor de una oferta ventajosa.
En este orden de ideas, entendemos que la violación, vulneración o inobservancia del orden jurídico es de por sí un hecho que de ningún modo puede calificarse de intrascendente. Seguramente habrá conductas irregulares más o menos graves, y que ameriten sanciones de mayor o menor entidad. Pero disentimos absolutamente en cuanto a que la conducta que merece reproche legal, justamente porque aparece notablemente disociada de la norma en la que debiera legitimarse, no revestiría la importancia necesaria para ser sancionada. El aserto deslizado por el recurrente de que al obviar un requerimiento legal había actuado en forma beneficiosa para la Administración -porque la mora en el pago de las contrataciones hubiera generado intereses- , constituye una visión simplista y distorsionada de la cuestión. Flaco favor se haría a la supervivencia de las instituciones si fuera lícito poner en paridad de jerarquía la conveniencia económica con la vigencia del orden jurídico, y finalmente darle prioridad a la primera. En todo caso, lo que corresponde es que el buen administrador cumpla con el orden jurídico en tiempo propio.-
En particular, la normas que regulan la inversión de los caudales públicos, o la administración de los intereses estatales, son de orden público y poseen un carácter estrictamente imperativo, de modo que su observancia no constituye una variable que pueda ser manejada discrecionalmente por los titulares de la función pública.
Si, por ejemplo, en la Constitución de Jujuy se establece que el Tribunal de Cuentas debe “ ...intervenir preventivamente en las órdenes de pago y de gastos, sin cuyo visto bueno no podrán cumplirse...” , no vemos cómo este imperativo legal pueda dar lugar a otra interpretación que no sea su aplicación estricta, y tampoco vemos en la cláusula constitucional ningún resquicio que permita al administrador relativizar el mandato de la norma.
Vemos entonces, -no sin preocupación como adelantáramos en los párrafos iniciales - , que en la confrontación entre legalidad y eficiencia, existe una marcada tendencia a sacrificar la primera, y a justificar , a mérito de la segunda, manifiestas violaciones al orden jurídico.
Sostenemos por ello que eficiencia y eficacia no son la tercera válvula de escape a los límites que la legalidad impone. No cabe acordarles mayor rango que el de ser parámetros de gestión de los que se valen las ciencias de la Administración para optimizar los programas administrativos. Son seguramente principios útiles, pero no tienen carácter estructural.
En cambio, si analizamos el principio de juridicidad en su esencia más profunda , no tardaremos en descubrir su calidad de muro portante sobre el que se asientan todas las dimensiones del Estado: la política, la social y la económica. El principio de legalidad, así concebido, opera como una triple garantía.
En primer lugar constituye una garantía para los administrados, en razón de que toda acción de poder, para ser legítima, debe encontrar justificación previa en una norma que la habilite, tanto más si esa acción importa el ejercicio de potestades ablatorias de derechos subjetivos. El sacrificio o la sola afectación de los derechos de los administrados a manos de la Administración no puede ir más allá de lo que marca la norma, de suerte tal que aquellos queden preservados de exacciones nacidas de la voluntad puramente individual del administrador de turno.
En segundo lugar constituye una garantía para quienes tienen a su cargo gerenciar los intereses del Estado, es decir, los administradores públicos, en la medida que la adecuación de sus conductas a la norma, los preserva del reproche ulterior y de la responsabilidad consecuente. Estimo que muy pocos comprenden la verdadera importancia de esta función de la juridicidad, a la que los gerentes públicos ven como una molesta cortapisa que les impide actuar conforme parámetros personales de tiempo, lugar, modo o circunstancias.
En tercer lugar el principio de legalidad constituye una garantía para el propio Estado, en tanto “los hechos y la omisiones de los funcionarios públicos por no cumplir sino de una manera irregular las obligaciones que les están impuestas... (art. 1112 del C.C) dan lugar a la responsabilidad objetiva del Estado y a la correlativa obligación de indemnizar. Ergo, y a contrario , si los órganos estatales cumplen con sus deberes con arreglo a la ley, la actividad del Estado potencialmente lesiva se reduce sensiblemente.
No obstante todo lo dicho, creemos que la pretendida antinomia entre legalidad por un lado, y eficiencia y eficacia por el otro, es más aparente que real, pues estos últimos revierten en definitiva a la primera.

VII. Contradicción aparente.

Luego de estas consideraciones bien podrá afirmarse, con cierta razón, que de poco sirve al interés público una gestión de gobierno destacada por su apego a la ley, pero absolutamente ineficiente por el despilfarro de los recursos - por definición siempre escasos -, o ineficaz por no obtener resultados ni cumplir las metas programadas.
Sostenemos una vez más el error de presentar esta situación como una verdadera conflagración de principios, pues en realidad tanto la eficiencia como la eficacia tienen sustancia jurígena; una gestión estatal con dispendio injustificado de recursos es ilegal, como lo es también la ineficacia, que no significa otra cosa que incumplimiento de los fines estatales.
Véase sino, por ejemplo el art. 80 ap.7 de la Constitución de Jujuy que en referencia al presupuesto provincial, prescribe que: “ El gasto público tendrá una asignación equitativa de los recursos, y su programación y ejecución responderá a los criterios de eficiencia y economía. En el mismo sentido, el art. 137 inc. 24, establece entre las atribuciones y deberes del Poder Ejecutivo la de “organizar la administración del Estado bajo principios de racionalización del gasto público”.
En el mismo sentido el art. 144 inc.18 de la Constitución de Córdoba establece que el Gobernador de la Provincia debe “ organizar la Administración Pública sobre la base de los principios consagrados en el art. 174...”, norma que a su vez dispone: “.-La Administración Pública debe estar dirigida a satisfacer las necesidades de la comunidad con eficacia, eficiencia, economicidad y oportunidad, para lo cual busca armonizar los principios de centralización normativa, descentralización territorial, desconcentración operativa, jerarquía, coordinación, imparcialidad, sujeción al orden jurídico y publicidad de normas y actos.”
Tanto eficiencia como eficacia, bien entendidas, abrevan en la fuente de la juridicidad, son instrumentos referenciales para optimizar la gestión pública, pero nunca un fin por sí solos .
De reconocerles a los principios de eficiencia y eficacia la categoría de fines del Estado, y si de alguna manera quisiéramos aplicar el apotegma según el cual “ el fin justifica los medios”, podríamos fácilmente concluir que el alcanzar aquellos debiera ser hecho a cualquier costo y por cualquier medio, aún cuando los medios empleados consistieran en la violación de las propias leyes del Estado

VIII. Conclusiones:
En función de todo lo sostenido anteriormente, y procurando en suma expresar el sentido final de este trabajo, podríamos concretarlo en estas propuestas:
El principio de legalidad no es sacrificable
El principio de legalidad es la clave de arco del Estado de Derecho
No es un postulado permeable a exigencias circunstanciales
Las válvulas de escape a una legalidad demasiado rígida son sólo dos: la discrecionalidad y el criterio de las competencias razonablemente implícitas.
La eficiencia y la eficacia no son una tercera válvula de escape, y son absolutamente legítimas en cuanto se desarrollen en el marco de legalidad.
Para terminar, estimo que tanto las administraciones activas como los órganos de control no deben - los unos haciendo y los otros permitiendo – subvertir los parámetros de juridicidad de una idea de Estado, que tanto costó construir.
Cuando se piensa que la Humanidad ha transitado por espinosas sendas para librarse del poder circunstancial, arbitrario y desmedido, en el que la voluntad de uno podía más que la voluntad de muchos, y que el mejor amparo es el orden jurídico que nos cobija a todos, no podemos dejar de reconocer que se ha dado un gran paso. Mal podríamos ahora, pensar en retroceder.

FLAVIA M. HUBEID




Bibliografía

García de Enterría Eduardo, “ Revolución Francesa y Administración Contemporánea . Ediciones Taurus 1972.Pag.14
Groethuysen “ Philosophie du la Revolution Francaise”, París 1956,Pag.252-253.
Tocqueville Alexis de, “ De la Democratie”, pag. 299 y ss.
Baena de Alcázar Mariano, “ Curso de Ciencia de la Administración “, Vol.I, 4ª Ed. Reformada, p.94.
Cassagne Juan Carlos, “Derecho Administrativo”, Ed. Lexis Nexis, 7ª Ed. T.I, pag.117
García de Enterría Eduardo-Fernández Tomás Ramón, “Curso de Derecho Administrativo”, pag.435
Merkl Rudolf, “Teoría General del Derecho Administrativo”,(Trad .Revista de Derecho Privado) p.211, Madrid 1935.
Giannini Massimo Severo, “Derecho Administrativo”, pag.109.
Marienhoff Miguel S., “Tratado de Derecho Administrativo”, T.I, p. 101.
Linares Juan Francisco, “ La Competencia y los Postulados de la Permisión”, Revista Argentina de Derecho Administrativo, Nº 2, Dic. de 1971

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